jueves, 15 de julio de 2010

La memoria del olvido

Las estanterías repletas del líquido del olvido en una noche cualquiera. En un lugar alejado, perdido en mitad de un sinfín de calles que convergían en el centro de la ciudad. Las luces en la calle insinuaban los recovecos más sorprendentes. El rastro de unos tacones. El olor de un perfume familiar. Una esquina mal resuelta. La inminente llegada del silencio invernal.
El sentido de la orientación en una ciudad desconocida por la noche llega a su cota máxima. En noches heladas donde el frío excesivo penetra por las sienes hasta alcanzar el costado como si de una figura serpenteante se tratara, la melancolía se hace pasar por hermana del calor, que es la lumbre del vacío y la soledad, de la libertad y el desatino.
Iba vagando como un ser sin alma bajo la luz de la luna de enero hasta que llegué a la puerta del último antro de una calle perdida. Unas pocas prostitutas a la salida del local consumían un paquete de tabaco a medio gastar. Levantaron la mirada al instante. Una presa fácil, se dijeron para dentro. Pero aquella noche no estaba de ánimos. Las despaché con un no rotundo. Otro día igual. Era una de esas noches melancólicas que se hacen rutinarias cuando cuerpo y alma se ven sumidos en un estado permanente de abandono. Había tenido en mi bagaje noches parecidas en las que me había liberado con el grato consuelo que proporciona una buena botella de whisky. Pero ahora estaba en otro lugar y mi casa estaba lejos. Unas cuantas copas ayudarían a descargar el malestar y la pesadumbre que me tenían helados los huesos.
Tiré de la puerta e inspiré el ambiente del garito. Después de la primera bocanada de humo todo fue mejor. Tomé asiento en la mesa más apartada.
-Algo fuerte, por favor.
El camarero parecía no tener mucha experiencia en estos menesteres pues me escudriñó el rostro desconcertado.
-Un whisky, si es tan amable.

La primera copa transcurrió con total normalidad. Seguía absorto en mis pensamientos. Pero cuando el camarero me abordó de nuevo, levanté la mirada y reparé en su presencia. ¿Cómo era posible haber pasado por alto la existencia de algo tan bello? Llevaba regalando su hermosa voz toda la noche a los asistentes. La afluencia no era masiva pero tenía sus seguidores.
Debía tener no más de treinta años y era sumamente atractiva. Con un vestido marrón de corte insinuante por encima de la rodilla y la melena tan alborotada como Gilda después del bofetón, era la estrella del local, el escaparate del antro.
Al cabo de unas horas estaba embrujado mirándola. Aquella noche sólo tuve ojos para ella. Su mirada me recordaba a alguien. Y ella en general, me traía el recuerdo del ruido de unos trenes que vienen y van y la onda que un pañuelo de mujer deja en el aire tras desaparecer. Era tan bella como Norma pero guardaba con recelo el encanto de las damas inaccesibles y fatales. Quizá no fuera la primera vez que nos encontrábamos.
El local cerró pronto y yo me coloqué en la puerta esperando la salida de aquella criatura con ojos de gata sosteniendo un cigarro en los labios. Nadie salió de allí. Cuando el frío terminó de quemar mi piel un gato vagabundo emitió un maullido austero que me hizo recobrar el sentido del tiempo. Era tarde y a las nueve tenía que estar en la redacción. La cama se me antojó más solitaria e inhóspita que cualquier otra noche. En mi cabeza sólo aparecía la figura de aquella dama de contoneo seductor ante el micrófono, pero curiosamente ahora vestía de rojo.
A la mañana siguiente, ya en la redacción me perseguía un sentido de la realidad extraño. Tenía la seguridad de que la noche anterior había estado en aquel local perdido pero el rastro de la mujer dejó de estar perfilado para fundirse con el de Norma. Era curioso. Nunca había oído cantar a Norma y ahora tenía la inesperada intriga de pensar que las dos personas no eran dos sino la misma. Siempre fue una mujer fuerte y complicada. Nunca supe ver lo que pensaba en cada momento. Quizás eso fue lo que había hecho obsesionarme hasta perder el control. Norma era dulce y arrogante, atractiva y dañina, cambiante.
Muchas otras mujeres habían pasado por mi vida, pero sin dudarlo Norma ocupaba un lugar singular en ella. Más bien fue el caramelo que se hace trizas en el suelo sin terminar de saborearlo. Norma salió de mi vida escribiendo un guión al que se le olvidó poner punto y final. No hubo explicaciones, cogió un tren una bonita mañana de primavera sin más equipaje que un bolso y una bicicleta. Jamás me explicó nada. Tampoco hubiera pedido explicaciones. Aún, pese a que han pasado ocho años largos, conservo en mi retina su saludo seco desde la ventanilla.
En esas estaba cuando el director acudió a mi mesa.
-Tomás, te toca encargarte de un suceso escabroso. Luego deberías revisar algunas páginas.
La redacción era un completo gallinero. Personas cruzando conversaciones aceleradas y papeles que caían al suelo antes de pasar de unas manos a otras. Una pila de teletipos de las ediciones de la semana reposaba sereno en la caja de reciclaje. A las doce del mediodía la redacción aún no era una olla express. Se podía decir que presumía de un ambiente tranquilo y la máquina de café respiraba con calma.
¿Por qué vestía de rojo? Era el extraño recuerdo que agolpaba mi mente cuando Norma llamaba a mis pensamientos. Quizá porque la primera vez que la vi me pareció un ser de otro tiempo y otro lugar, o porque la vi poderosa y vulnerable con aquel vestido rojo que la hacía la mujer más radiante en muchos kilómetros. O tal vez, porque sin siquiera poderlo imaginar acabé la noche desatando los cordones de aquel vestido rojo y descubriendo los parajes secretos de su cuerpo. No sé bien si el sentido de la soledad nos embriagó como podrían hacerlo unas copas de Champán en un momento de celebración o fue el sabor amargo de los amores contrariados.
Después de aquello todo lo que hubo fue un par de cafés y por mi parte, la sorda impotencia de no poder retenerla el tiempo que yo quisiera. Norma no era una mujer común y eso supo hacérmelo saber desde el primer momento.


El cruce de la Avenida de las Delicias con la calle Carmín era uno de los mejores lugares donde servían café de toda la ciudad. A primera hora de la mañana las cafeterías de la zona abrían sus puertas a los que disfrutan del placer de desayunar sin preocupaciones y ven a la gente caminar o leen el periódico. A mí me perdía el hecho de imaginar los distintos rumbos que tomaban las personas que cruzaban por la calle. Mi contrato con el periódico había cesado y definitivamente era el momento para disfrutar de la ciudad sin prisas y premuras. Tomaba mi particular zumo de naranja mientras echaba un vistazo al periódico cuando una noticia que podía pasar inadvertida para un lector no demasiado voraz cautivó mi atención. “La Caracola” cerraba sus puertas con una noche dorada. El local había conocido tiempos mejores en los que la clientela llenaba todas las mesas y la barra era un regocijo de babosos mirando hacia el escenario con miradas obscenas. Además de ser un local distinguido donde se educaba el gusto por la buena música tenía uno de los mejores servicios de atención de toda la ciudad. En la noticia no se explicaban las razones de su cierre. Tampoco había fotografía de acompañamiento puesto que la pieza era sólo un breve.
De nuevo, Norma. Habían pasado varios días desde mi última visita a “La Caracola” y seguía demasiado atormentado con su recuerdo. Fue en ese momento al ver la noticia ante mí con la total claridad de las cosas matutinas tomé la decisión de buscarla. Perseguir su alma con el tormento con el que su recuerdo lo hacía conmigo. Rastrear todos los bares. Contaba con la sospecha de que cuando la tuviera frente a mí quizás no tuviera la valentía de hacerle todas las preguntas que tenía reservadas. Que no brotaran de mi boca las palabras adecuadas. Que se agolparan y salieran tartamudas todas las frases que servirían para hacer bellos relatos y poesías y que partiendo de mí no podrían simular más que un garabato desecho y maleante.
Todas las imaginaciones y ensoñaciones que había hecho se desplomaron cuando después de una completa ronda nocturna por los antros comunes apareció aquel fantasma al que yo había apodado Norma subido a un escenario. Había frecuentado ese bar antes pero no vi ninguna actuación en directo. Aproveché para colocarme en un lugar cercano en la barra. La tensión y el encuentro de las miradas son mucho más fugaces desde la distancia. Tenía todos los interrogantes en la mirada y ella no tardó mucho en encontrarlos. Hasta ese momento llegué a pensar que sólo era una alucinación. Aún con unas copas en el cuerpo pero con la prueba certera de un encuentro visual rápido pero intenso y una lectura confusa de su mirada supe que era ella. Habían pasado ocho años pero el destino inesperado y altanero nos había hecho coger un desvío en nuestras rutas. Estuve observando su conducta mientras cantaba. Evitaba mirarme y cuando se movía por el escenario lo hacía con menor serenidad que en su otra actuación.
La actuación acabó. Sin embargo, el local estaba abarrotado y la gente no parecía tener mucha prisa. Parecía un simple empujón más de la muchedumbre pero de repente una mano salió del bolsillo izquierdo de mi chaqueta.
-Te veo en la puerta trasera en quince minutos, decía una servilleta arrugada y manchada con una caligrafía tosca.

Quince minutos era demasiado tiempo. Agarré el vaso y engullí lo que quedaba de líquido en él. No habían pasado cinco minutos y una figura femenina esperaba de espaldas enfundada en una gabardina que llegaba debajo de sus rodillas. Aquellos rizos eran inconfundibles y conforme avanzaba hacia ella reprimía mi deseo de cerrar los ojos y aspirar el olor embriagador de su pelo.
-¿Norma?
-No, Laura. Ahora soy Laura.

Laura, Teresa, María, Norma, Casandra. Qué importaba cómo se llamara. Era ella. Por más que tratara de cambiar su nombre, su personalidad seguía intacta. Por más que intentara ponerse mil máscaras seguía igual que al principio: sola y derruida. Fumamos un cigarro en silencio hasta la puerta de la pensión. Había preguntas, muchas preguntas. Pero, ¿para qué hacerlas cuando las respuestas se sospechan?

María José Gata



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